Hoy hable de ti
A Caridad con
cariño
Entre
poemas, charlas, aromas mexicanos, margaritas y junto a mi amiga Frida, hablé de ti; no sé
si fueron las margaritas, o los ojos de ella, lo cierto fue que los recuerdos
se removieron en esto que llaman memoria afectiva.
…llegar a
su casa era todo un espectáculo. Por un
lado, Celina y Paco, pareja de loros parlantes encargados de dar la bienvenida
a cualquier visitante… Ella, con sus acostumbrados gritos: Jorge marico, Jorge…marico, marico, marico.
.. Él,
con sus usuales aleteos coloridos, alebrestaba a la grosera de Celina; se alborotaba para llamar la
atención de su eterna y única compañera.
Descendía de su mástil, caminaba
poco a poco por todo el cemento liso de la sala, se subía a la silla de Pantry
y se le montaba en el hombro a cualquiera que allí se sentase. Por
otro lado, estaba Lazarita, una pekinés antipática que hacía compras en la bodega más cercana; con un
canasto de mimbre en la boca iba al
abasto y traía el mandado, cual niño; la abuela demostraba todo un show con la
perrita; la montaba en una barra de
metal, la hacía saltar obstáculos como si estuviera en un circo y daba
volteretas histriónicas; luego, se echaba mientras el sol hacía brillar su
pelaje negro; todos aplaudían…ella… como
si nada. Estos animalitos fueron los
hijos que nunca tuvo. Los entrenó y
educó con todo su amor. Dentro de la casita, aún se pueden ver disecados en el taller de taxidermia
improvisado.
Muchos de los nietos aún pueden
recordar su carácter imponente, su mirada profunda y su perfume a clavo de olor
ligado con sangre. No era raro llegar y ver todas sus manos ensangrentadas… “-pasen… estoy en el patio… haciendo morcillas”. En su cocina no
podían faltar: los moros con cristianos, el café con trocitos de queso blanco y
el pan de papa. El pequeño congelador de
la nevera siempre estaba repleto de bolsa de hielo… No faltaba algún vecino
gritando en la puerta de su casa “-abuelaaaa
Charoooo, una bolsa de hielo por favor… “-ya va mijito, no griteeee”. Así eran casi todos los domingos, allá en su
casita. Le encantaba tomar cervecitas;
muchas fueron las veces que mandaba a comprarlas con la famosa bolsa de cuero
negro… “-vaya mijito, cómpreme cuatro”; y así, de cuatro en cuatro,
se tomabas una caja. Al pobre viejo no
le daba ni una… “-No insistas, te hace
daño”; “-mija aunque sea una”; “-No Jorge, te dije que no, no me hagas calentar,
Después anda por allí llorando porque te duelen las rodillas”. En eso se la pasaban, pelando sin embargo
uno no podía estar sin el otro; así como los loros.
El patio de su casa estaba repleto
de codornices, de periquitos australianos, de gallinas e incluso había un ovejo.
Sembraba girasoles, cilantro de monte, cebollín, tomates y un sinfín de
especias. En una de las paredes
laterales de la casa reposaba su mula fiel; una bicicleta de reparto color
azul, de cauchos finitos; del manubrio guindaba una cesta grandota; allí traía las compras del
mercadito e incluso montaba a Jorge para sacarlo a pasear; así decía ella,
mientras reía.
Un día relató que durante su niñez
ayudaba a recoger las botellas del bar de su papá; de allí proviene su gusto
por la cerveza… “-Mi primera vez fue cuando tenías siete años, jajajajajajajaja”. Cuando él murió, ella salió como polizonte
dentro de un barco de República Dominicana y llegó a esta tierra. Ni hermanos, ni mamá, ni familia, por lo menos
eso decían los tíos. Su familia fueron los
diez hijos de Jorge y los hijos de sus hijos… “-A mí me nacionalizó Rafael Caldera, soy más venezolana que cualquier de
ustedes” repetía casi todos los domingos.
“-Mamá
Charo le traje este pantalón para que le arregle el ruedo…-Mamá Charo se le
daño el cierre a la falda…-Mamá Charo póngale el botón a la camisa…” Sí,…también
sabía coser. Era el sastre del barrio.
Ella…, mezclaba
cemento, pegaba bloques, levantaba carretillas, doblaba cabillas, erigió toda
una casa con el abuelo. Se colocaba un sombrerito
gris (como el de Don Ramón), unas botas negras, ropa de albañilería y listo… a
trabajar se ha dicho.
Su buen humor estaba presente en todas
las conversaciones; nadie se podía imaginar que una morenaza tan imponente, fuerte y de mirada penetrante podía ser tan
risueña. Bromeaba con el pobre viejo “-Si
hombre, este viejito tratando de levantarse un culito por la calle, si una mujer te hace caso será para sacarte
los cobres, viejo pendejo; te voy a pegar con ese mocho bastón, viejo sin
vergüenza”. Se ponía como Celina, celosa.
Una vez le cayó piojo a una de sus
nietas. “-Tranquila Clemencia, tráigame a la niña y rapidito le matamos esos
bichos”. Le colocó un brebaje espeso de
color crema en todo el cabello; “-Mamá Charo, fuchili, eso huele a ponche
crema rancio”, “-Sí mi niña, estoy emborrachando a esos muérganos para sacarlos
de tu cabeza”. Luego, con peinecito
de dientes finos, peinaba toda su melena y se veían caer a todos en un trapo
blanco. Más nunca tuvo esos animalitos,
a pesar de que en la escuela a todas las niñitas se les salían por las trenzas; “-A mí
ya no me da piojo, mi abuela me curó para siempre”.
Siendo su nieta una universitaria, hizo
otra proeza por ella. En una pequeña vianda, llevó, a su sitio de trabajo,
un poco de sus manjares culinarios. La proeza no fue la
comida en sí, sino el hecho de haber ido solita montada en su mula, recorriendo
un gran trayecto desde su casa hasta Santa Clara “-Hola mi niña, Dios te bendiga, ¿cómo estás?, ¿ya comiste?, te traje
este bocado”. A su nieta jamás se le
olvidó ni aquel gesto de nobleza ni ningún otro que hubiese hecho Charo por
ella. En su memoria, como en la de tantos otros aún vive.
“Si
los verbos se pueden reinventar, entonces… te cielo mucho querida Charitín”
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